Querido hijo…
Los oficios son una herramienta de producción dentro de
la sociedad.
Medita.
Cuento: Un día de muertos.
El sol, aquella luminosa mañana de sábado, estaba
agitado, enfadado, cuasi a punto de explotar en una terrible tormenta solar por
la repentina partida de aquel ser humano multitareas, multioficios, al que
tanto apreciaba y por la tremenda putada que le había hecho la vida al matarlo,
como un perro, cuando intentaba reparar uno de los muros de su vieja casa
materna. Casa en la cual no se pudo celebrar el velatorio: porque fue
precintada por las autoridades locales ya que todo apuntaba, ataviado de todo
lujo de detalles, a que podría ocurrir otra desgracia de proporciones iguales o
mayores. Velatorio que se celebró en el parque del barrio por no poder utilizar
el tanatorio más cercano por haberse detectado la presencia de una bacteria
tremendamente lesiva para la salud dentro de sus instalaciones y por negarse el
resto de vecinos a acoger al muerto en su casa argumentando para sí mismos el
nefasto pensamiento de que la mala suerte del muerto podría habitar desde ese
día dentro de sus paredes.
Parque del barrio de Schamann que acogió el féretro de un
hombre humilde, honesto y honrado que se había mostrado servicial con todo
aquel que le había demandado algún favor en vida y que, a lo largo de su
agitada vida laboral, se había distinguido como un abnegado trabajador el cual nunca
le hizo ascos a cualquier tarea o trabajo encomendado. Un hombre que aparte de haber
picado su propia piedra de vida se encargó de pulir la de su mujer, Catalina, dentro
de un feliz matrimonio el cual nunca tuvo la suerte de ser bendecido con la
esperanza de futuro transformada en el latir de un corazoncito de niño o niña;
la de su hermana menor, Dulce, mujer la cual nunca se había casado porque se
deleitaba en decirle: “no” a todo aquel que se había atrevido a tocar en su
casa enhebrando la idea de contraer nupcias con la díscola hembra y la de su madre,
Sipriana, la cual nunca aceptó a su esposa como hija política de pleno derecho;
pues ésta siempre le guardó rencor por la nefasta creencia de que aquella alma
caída del cielo le había robado el cariño de su amado hijo y por no borrársele
de la memoria el ácido recuerdo de un pretendiente de sus años de juventud que
la dejó plantada un inesperado día de verano no se sabe por qué motivos.
—¡Ay, Dios mío! —se contorsionó Catalina frente al ataúd de su marido al certificar
que, tras el paso del insensible tiempo, eran muy pocos, pero que muy pocos, los
vecinos presentes en el parque de Don Benito de Schaman para rendir un merecido
homenaje póstumo a su marido. Tan solo pudiendo sumar a esta inesperada resta
vital el número de componentes del grupo Salsipuedes que se habían reunido allí
para homenajear al muerto con una muestra de antiguos oficios y el del grupo
musical venido de la gomera que se encargó de amenizar el velatorio que
presidía el tiempo vivido en aquella plaza.
“Que os parece si aparte de esta muestra nos acercamos al
féretro y le obsequiamos un presente al muerto” sugirió alguien de los allí
reunidos y sin pensarlo dos veces todos se apuntaron dando comienzo, inconscientemente, a la
propuesta.
—Espero sea de tu agrado —exhaló con
refrescante tono el heladero, el primero en acercarse, cuando colocó a los pies del ataúd un cono de su
mejor helado como ofrenda a aquel que había defendido durante un tiempo este
oficio en vida.
—Nosotros te ofrendamos este mechón de lana para que en
tu nueva vida te recuerde los buenos momentos vividos sobre el colchón de tu
cama matrimonial —acentuó uno de los colchoneros mientras le picaba el ojo a la
cuñada de la mujer del difunto.
—Y yo te coloco esta cestita, para que en ella guardes todos
los hermosos recuerdos que te llevas de tu vida —se inclinó la cestera y la puso, trenzando el mimo, al lado de las otras ofrendas.
—Yo, sin embargo, te pongo a tus pies este cuchillo de
cocina para que cortes de tu esencia todo aquel lazo que te ata a la tierra —no pudo evitar que se le rayasen los ojos, pues en el fondo era un hombre muy sentimental.
—No sé si podrá servirte de utilidad en el lugar donde
estás esta cajita de betún —se le entrecortó el ánimo al limpia botas—, pero
para mí es mi más preciado tesoro que ha servido para dar de comer a mi amada
hija.
—Y yo te entrego este hatillo de novelas para que te
sirvan de entretenimiento en los momentos de vacío en el vacío —entonó la
revistera.
—Como no sé si el tiempo existe en el lugar donde estás.
Por si acaso acepta este reloj —dijo el curtido cambuyonero.
El olor a mar se abrió paso en aquel espacio cuando el
joven sardinero colocó al lado de las anteriores ofrendas una balanza con la
intención de que el difunto en su nuevo estadio midiera, como los antiguos
egipcios, lo bueno y lo malo que había hecho en vida.
Olor que compitió con la suculenta ofrenda hecha por dos
hermosas, jamonas y vitalistas vendedoras de fruta que habían esperado un
tiempo prudencial a que el sardinero se alejase de ellas.
Y seguido le tocó el turno a la lavandera que ni corta,
ni perezosa, sacó de su bolsillo un aromático jabón y seguido espetó:
—Por si tienes algún resto de rencor que quieras quitarte
de arriba.
Palabras que no pudo retratar con su cámara el ausente, volátil, fotógrafo.
—Mi obsequio no te durará mucho porque es un trocito de
hielo, pero seguro que éste te recordará mientras esté vivo que tanto la vida
como la muerte es un mero estado de la materia y que ésta no se destruye solo
se transforma —ilustró el repartidor de cubitos de hielo.
Mientras que el maletero, en silencio, se limitó a ponerle una
sencilla maleta vacía que homenajeaba el viaje emprendido, de forma inesperada, por el difunto.
—No puedo estar más de acuerdo que la vida es tan solo un
cambio de estado de la materia, pues algunos se mean encima cuando les pongo
una inyección —apuntó el practicante en tono jocoso, fiel a su aguzado sentido de
humor, cuando colocaba una jeringuilla con su aguja sobre el ataúd.
A lo que el vendedor de ropas le contestó llevándose las
manos al culo:
—Si lo sabré yo, si lo sabré yo...
Entonces fue cuando un serio guardia municipal que estaba
velando por el orden y el decoro del acto les llamó a capítulo cuando les
sacudió en los oídos:
—Aquí cachondeitos no... ¡Eh!, cachondeitos los justos…
Por eso el latonero se limitó a poner un candil sobre el
ataúd en el más estricto silencio para dar a entender que la esperanza en la
vida si la apagamos nos hace marcharnos de ella hilando la más agitada angustia.
Toque de atención roto por las lecheras que para quitarle hierro al
asunto invitaron a un trago de leche de cabra a todos los allí presentes.
Trago de leche que fue acompañado con una sabrosas
castañas asadas que había preparado la castañera a fuego lento
y por el pan que había traído en una cesta la panadera.
Pan que fue servido sobre el mantel bordado por una
bordadora y custodiado por el sereno: Su esposo. Pareja que fortalecía su vínculo
con cada mirada cómplice.
Sin olvidar el tarrito de miel para untar con el pan
aportado por la mielera.
Y al finalizar el día el recuerdo de la buena sustancia
vivida en aquel parque superó el vació de la falta de asistencia al funeral.
Y colorín colorado este cuento a meditar se ha terminado.
Debo de confesar que este pasado sábado 22 de septiembre
en el pulso de mi vida, en la plaza de Don Benito de Schaman, barrio donde nací
en casa de mis abuelos, fue un día especial y no solamente porque mi mujer e
hijo cumplían años, sino porque la vida me ha dado el hermoso regalo de poder
compartir experiencias con un grupo humano al que cada día quiero más, valoro
más, respeto más.
Salsipuedes gracias, ustedes saben el porqué.
Alejandro Dieppa León.
por un mundo más justo.
Frase y cuento de mi
serie: Meditando en un templo Shaolín.
Fotomontaje de mi álbum
personal.
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