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sábado, 2 de enero de 2010

CUENTO: EL CONDENADO A MUERTE

Erase una vez un lejano reino rodeado: por altas, afiladas y níveas montañas, por caudalosos ríos recorriendo profundos barrancos, grietas sobre la madre tierra cinceladas, pacientemente, durante milenios, y por extensos valles rotulados, con armonía, donde los campesinos rumiaban su ajada existencia, su malestar, su miseria...

En aquel lejano reino, un rey, un monarca: autoritario, despótico, megalómano confeso, mantenía su autoridad a base de crueles leyes, sangrantes impuestos y dura represión.

Los vasallos de aquella monarquía se quejaban, a escondidas, del autoritarismo despótico de su soberano y de vez en cuando había alguno que hasta se atrevía a manifestar su sentir en público pensando que los que escuchaban con atención, en silencio, sus palabras compartirían sus ideas y no le delatarían a los esbirros del rey.

Este fue el caso de Wilfredo. Un tendero que viendo como su hacienda se consumía pagando impuestos manifestó su sentir delante de unos clientes…

Wilfredo, en nombre de nuestro señor te condeno a morir decapitado por los delitos de injurias y calumnias manifestadas públicamente, sin ningún pudor, sobre nuestro soberano – sentenció el juez después de haber arrestado y sometido a juicio al tendero.

Yo... Yo solamente he dicho lo que la mayoría piensa y comenta en voz baja. ¿Por qué os cebáis en mí? – gritaba el procesado, una y otra vez, cuando le conducían a la torre de los condenados a la pena capital.

¡Entra y no te acomodes mucho! – comentó en tono burlón el carcelero después de haberle empujado al interior de la celda con desprecio.

El fuerte sonido de la puerta cuando se cerró a sus espaldas consiguió que el corazón del preso diera un vuelco.

¡Dios!, hablar de un tirano no va en contra de tus mandatos; pero si es inevitable someterse a juicio por decir la verdad, preferiría someterme al tuyo. Por eso te pido que si me encuentras culpable mátame ahora mismo y si no lo soy líbrame de esta condena.

Una vez terminada su plegaria un haz de luz, casi imperceptible a la vista humana, atravesó la única ventana que había en aquella celda y fue a parar al pecho de Wilfredo. El reo se sintió desvanecer y su cuerpo, sin sentido, se desplomó sobre el mugroso catre que había detrás de él.

Despierta... Despierta... Ha llegado la hora – zarandeó el carcelero al condenado tres días más tarde.

El reo abrió los ojos y la cruda realidad le hizo pensar que también Dios le consideraba culpable.

Camino del patíbulo Wilfredo observaba desde el carro como la gente le agredía verbalmente, se cebaba en su desgracia y hasta se reía de su infortunio.

¡Cómo es este mundo! Por decir lo que todos piensan pago con mi vida – se lamentó y seguidamente, lleno de rabia, le gritó al populacho –. Más os valdría alzaros contra este tirano. ¡No os dais cuenta! Ignorantes, pobres ignorantes... No os dais cuenta que al reíros de mí os reís de vosotros. Porque tal vez mañana tú ocupes mi lugar – señaló a uno al azar – o tú, o tú… – siguió señalando con el dedo índice a diestro y siniestro.

Aquella última frase, aquellos últimos gestos, se extendió y se extendieron, como reguero de pólvora entre los presentes, e hizo mella en la conciencia del populacho.

Al llegar al lugar donde se iba a ejecutar la sentencia, Wilfredo miró al cielo y le dijo al soldado que le ayudaba a bajar del carro:

¡Qué día tan magnífico hace hoy! Parece que hasta Dios se alegra de mi muerte.

El reo, sin prisa, subió lentamente los doce peldaños que le separaban del lugar donde el verdugo haría rodar su cabeza; pero según pisaba cada escalón, cada peldaño de su angustia, el cielo se cubría de negros nubarrones y al pisar el último, caminando dos pasos sobre la tarima, se desató tal lluvia que parecía que el diluvio de la Biblia se había repetido.

Devuelve el condenado al carro, se aplaza la ejecución – ordenó el Juez al verdugo bajo la intensísima lluvia y éste se lo entregó a los soldados del rey con evidente enfado porque solamente le pagaban por sentencia ejecutada.

Durante tres días no paró de llover, pero el cuarto amaneció bajo un sol radiante.

Hoy se ejecutará tu sentencia – informó el carcelero a Wilfredo después de llevarle un aguado caldo para comer.

Como en días pasados, el reo subió al carro, resignado, aceptando lo inevitable...

No te acomodes mucho, pues esta vez no tendrás tanta suerte – se mofó el conductor…

¡Qué día tan magnífico hace hoy! Parece que hasta Dios se alegra de mi muerte – volvió a repetir Wilfredo mirando al cielo después de subir los doce peldaños del patíbulo.

Cuando el condenado colocó la cabeza en el lugar indicado, el juez se adelantó para dar la orden de ejecución; pero una de las tablas pisadas se quebró, porque el agua absorbida durante el periodo de lluvias había podrido sus entrañas, y al ceder bajo su peso el magistrado agarró al verdugo para evitar su caída consiguiendo la suma de sus kilos romper las de al lado, facilitando este inesperado acontecimiento que ambos atravesaran el entablado con más facilidad.

Un sonido seco puso fin a la caída y juez y verdugo quedaron maltrechos para un par de días, circunstancia que les impidió llevar a cabo la ejecución.

¡No sé qué pacto has hecho con el diablo! Pero, te lo aseguro... No habrá una tercera vez – sentenció el carcelero cuando le entregaron a Wilfredo en la torre.

El dicho popular afirma que: "no hay dos sin tres" y cuando el juez y el verdugo se recuperaron, volvieron a llevar a cabo lo que las otras dos veces no se pudo porque Dios no quiso.

Como en días pasados aquella mañana amaneció radiante, plena.

¡Bueno!, aunque el cielo se nuble cada vez que estás ante mí y la fortuna ponga trabas a tu ejecución... Hoy… Sí, hoy se acabarán tus días – comentó el verdugo a su víctima mientras lo preparaba y acto seguido intentó arrancar el hacha que había permanecido clavada en el suelo durante el tiempo de su convalecencia; pero como ésta se resistía al desclavarse, le imprimió tanta fuerza que al arrancarla de los tablones se le escapó de sus manos yendo a parar el arma justiciera a la cabeza del que había delatado a Wilfredo.

Ante aquella circunstancia, inesperada y desagradable, el juez pensó, acertadamente: “si llevo a cabo la sentencia se organizará un gran revuelo en la plaza” y sin dudarlo dos veces suspendió la ejecución.

Dime Juez. ¿Por qué no se puede ejecutar tan simple condena? – preguntó el rey a aquel en el que había delegado la deshonrosa tarea de acabar con quien se había atrevido a criticarlo diciendo la verdad.

Mi señor, tan sólo la casualidad ha impedido llevarla a cabo. Os informo también que nuestros confidentes nos previenen de que el populacho os pedirá el indulto en la plaza pública para el tendero, mañana.

El rey se quedó pensativo, sopesando los pros y contras de cuanto pudiese suceder en la plaza; pero siguiendo su dictatorial forma de llevar los asuntos del pueblo no indultó al reo.

A la mañana siguiente, rodeado de su séquito, ostentando pompa y boato, el monarca se personó en la plaza y desde un balcón, privilegiada atalaya, se acomodó en un lujoso sillón para ver como se llevaría a cabo la sentencia.

Piedad para el condenado – gritó una mujer desde la multitud rompiendo el sepulcral silencio que había presidido la llegada de Wilfredo.

El rey ni se inmutó, no movió ni un músculo de su cara, e hizo un gesto despectivo para que comenzara el macabro espectáculo.

Las esporádicas súplicas pidiendo clemencia comenzaron a aumentar de intensidad cuando el condenado a muerte comenzó a subir la escalera hasta alcanzar su punto máximo cuando éste estuvo frente al verdugo; pero el monarca nada, ni un solo gesto de piedad. Entonces se escuchó una voz que gritó con fuerza: “Muerte al tirano.”

Aquella frase desató lo que más tarde o temprano iba a suceder en el país y la masa liberó de sus ataduras al pobre Wilfredo. Poniendo en su lugar al causante de todos sus males, el Rey.

Y colorín colorado este cuento se ha terminado.

La moraleja: “La libertad de expresión y el libre pensamiento es lo que más temen los tiranos de este mundo.”

Esta fotografía la saqué en el Carrizal del Ingenio, Gran Canaria, 2009.

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