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martes, 15 de febrero de 2011

CUENTO: EL SUEÑO DE LA INOCENCIA PARÓ LA MANO DEL ASESINO.


Aquella mañana, mi cuerpo desnudo, ataviado de un sudor resbaladizo, revitalizado por los cálidos rayos solares que atravesaban las finas cortinas de seda de la ventana de la habitación del motel donde me encontraba, consiguieron que dejara de viajar por el brumoso universo de mi sueño, justo cuando uno de mis involuntarios movimientos corporales conseguían que mi costado izquierdo rozara la cálida piel de la joven con la que me había acostado la pasada noche, la cual, aún boca abajo, reposaba ajena a todo cuanto le rodeaba sobre el oleaje dejado por las sábanas de raso, de color rojo pasión, que se había formado después de la espumosa tormenta desatada entre el cielo y la tierra, horas antes; pero ella tan sólo exhaló un terso suspiro de reconfortante aroma de paz tras aquel inesperado roce, serenidad alcanzada en pocos instantes de la vida, cuando el deseo carnal se bendice con el sentimiento de la sincera entrega del cuerpo y el alma.

Acunando el silencio me aparté de mí amante, poco a poco, midiendo milimétricamente el gesto, para no romper el descanso de aquella fina copa de cristal, hasta quedar sentado al borde del precipicio de la cama, con las palmas de mis manos sobre mis rodillas, la derecha sobre la pierna derecha y la izquierda sobre la pierna izquierda, con el cuerpo inclinado ligeramente hacia adelante…

"¿Pero qué hago en este lugar?” pensé mientras agitaba la cabeza, varias veces, para despejar la aspera confusión, y en esa basculación de mi movida experiencia me fijé en el vaso medio lleno de whisky y en la botella ya vacía de aquel líquido alcohólico que me tenía enganchado a él desde hacía años, que reposaba sobre la mesilla de noche su discreta borrachera; el cual me recordó como había buscado, durante años, lo que reconcomía mi ser: la perfecta figura femenina, el fruto prohibido; pues estaba casada. Fruto del cual había disfrutado intensamente en una espiral de vertiginoso desenfreno al que le faltaba un detalle para ser completado y por ese simple detalle aún no consumado, siguiendo un impulso repentino, elevé mi cuerpo sobre aquel trillado tálamo, paré el pulso de su inercia justo en el equilibrio de la duda y todo se ralentizó, o por lo menos a mí me lo pareció, con una paleta difusa de transparente tono de trascendencia el cual se rompió cuando mi mirada perdida fue sacudida por el brillo de la hoja del pequeño cuchillo que se había asomado al balcón formado por el bolsillo de mi pantalón.

Confieso que no sé cuantas veces había soñado concluir mis experiencias sexuales, con cuantas mujeres me había acostado, con un sacrificio de una de estas hermosas doncellas en el tálamo, altar del amor, donde habíamos: retozado, sudado, exhalado e inalado pasión; sacrificio ofrendado al Dios del deseo carnal; pero hasta ese momento solamente había sido eso, un sueño, un deseo que martilleaba mi conciencia de “hombre normal”, discreto, que trabajaba como comercial de una gran empresa de medicamentos que me permitía viajar por toda Europa.

Sin dudarlo, por fin, después de tantos años, empuñé el pequeño cuchillo, me acerque por el costado izquierdo de la cama a mi hermosa amante, que aún dormía plácidamente, recorrí su cuerpo desnudo desde sus pies hasta su cuello con mi excitada mirada, me recree en la piel de alabastro de su vestimenta terrenal, con el corazón latiendo con fuerza, y cuando la hoja de la locura iba a degollar aquel esbelto cuello de cisne el ángel de la cordura paró mi mano.

Hoy, pasados varios años en este centro de desintoxicación aún recuerdo la experiencia, y al recordarla, reconozco que el corazón todavía me late, por eso sé que no debo salir de mi voluntaria prisión.


Pensamiento:


El paso de la cordura a la locura es tan finísima tela que con sólo rozarla se podría romper en mil pedazos de sin razón.
Alejandro Dieppa León.


Foto encontrada en la red y en la cual me inspiré para escribir mi cuento.

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