Respaldar causas nobles y altruistas es signo
de coherencia mental y ética.
Medita.
Cuento: Recuerdos
del fantasma de la memoria.
Aún recuerdo el nítido sonido exhalado por el personal
del puerto subiendo al barco la reposición de los víveres que se habían
consumido desde que saliera del puerto de la Bahía de Cádiz mientras caminaba, en el último
lugar de una improvisada fila india, en compañía de mi amada esposa, Eulalia, y
mis cinco hijos, Aurora, Paca, Paco, Santiago y Nicolás, por las inestables
escaleras que se habían extendido entre el muro de atraque del puerto de Las
Palmas de Gran Canaria y el barco en el cual íbamos a hacer la travesía hasta
la isla de Cuba.
Aún recuerdo que medité, detenidamente, sobre la poblada
cubierta del barco, mientras observaba con suma atención cómo subían un pesado
cargamento de cebollas lanzaroteñas, la animada conversación mantenida entre un
peninsular embarcado en el puerto de Barcelona y otro embarcado en el puerto de
Cádiz sobre el nombre del barco donde me encontraba yo y mi familia.
Conversación sustanciosa de la cual resalto, literalmente, lo siguiente por su
nutritivo toque humorístico y por su carácter informativo:
“—No, estimat amic. La
Verge de…
—¡Arsa quillo! Ya “vengo
eslomao” con tantas palabras raras que no entiendo.
—Disculpes, disculpas,
però la lengua materna tira molt, mucho…
—“No ni na”… Yo te
entiendo, pero a ver si me entiendes tú a mí.
—Por lo menos lo
intentaré.
—Gracias “pisha”.
—Pues verá Señor Juan el
nombre de este hermoso barco que pertenece a la línea naviera Pinillo, Izquierdo y Compañía tenía que
haber sido “Valvanera”, con “V” la
segunda y no con “B”, en honor a la virgen de Valvanera que se venera en la
Rioja… Pero acérquese, sí, sí, acérquese, que tengo que decirle algo más sobre
este tema, pues temo que si algún miembro de la tripulación me escucha me
devolverán a suelo isleño.
—¿Y qué es “pisha”?
—Pues simplemente que
cuentan las malas lenguas que ese error en cambiar la “V” por “B” en el nombre
se debe a la intencionada maña del ingeniero jefe del astillero que era hijo de
un pastor protestante y que lo hizo porque sencillamente odiaba a los
católicos.
—¡Ojú que malaje! Y que
mal fario para la travesía…”
Reconozco que en ese momento en el que el andaluz se
expresaba no entendí nada de nada su jerga y menos el idioma del catalán y eso
que yo había tenido la suerte de conocer a un viejo masón, Don Julio González,
hombre de recto proceder y buen amigo de la familia, que se había afincado en la
Villa de Moya, perla del Atlántico que me vio nacer, que se emperró en
enseñarme a leer y a escribir, además de ilustrarme como un hombre culto
siempre que las tareas del campo me lo permitían, nada más y nada menos que por
mero altruismo.
Altruismo… Que palabra más hermosa y que hermoso gesto
por la humanidad si hubiese sido bandera de quienes nos gobernaban por aquellas
dificultosas épocas preñadas de terratenientes, hombres sin ningún tipo de
escrúpulos, que se aprovecharon de la necesidad de muchas jóvenes mujeres para
obtener favores sexuales; de la necesidad de muchos hombres para reventarlos en
el campo, junto a sus mujeres e hijos, y que cuando ya no les servían para nada
los largaban a la calle a pasar miseria.
Sí, miseria…
Desdicha que solamente tenía varios tipos de solución: La primera morirse dentro de la casa, poco a poco, lentamente, minuto a minuto, hora a hora y día a día, de hambre y enfermedades varias. La segunda dedicarse a mendigar por las terrosas calles de la ciudad y el campo. La tercera vivir de la caridad de aquellas mismas familias que los habían condenado a pasar necesidad y que poseyéndolo todo, en vez de construir una sociedad más justa, los muy hijos de su madre, se dedicaban a lavar su conciencia con sustanciosos donativos a la Santa Madre Iglesia. Una iglesia que predicaba estar con los más necesitados; pero que llenaba, en sus más altas instancias y escalafones, sus arcas con purpúreas palabras bordadas de falsa santidad. Y la cuarta la de emigrar a otro país, que no por alejarse de las demás dejaba de ser menos lacerante, en este caso siempre sudamericano. Partes del mundo donde también había el mismo tipo y grado de necesidad que en Gran Canaria, Tenerife y La Palma; pero al que los canarios iban en busca de su particular “Dorado”: Salir de la miseria, amasar cuánto dinero pudieran y volverse a su tierra como ricos indianos vestidos del blanco de la inocencia.
Y de ese último grupo fui yo, siguiendo el consejo de Don
Julio, y contra la voluntad de mis padres Juan y Paquita y suegros Juan y
Victoria.
Aún recuerdo también, ataviado de mucha agudeza olfativa,
que el olor de aquella carga de cebollas lanzaroteñas que impregnaba ciertos
lugares del barco: Tercera y emigrante, no así en los camarotes de primera,
segunda y cubierta. Barco, o mejor expresado: Vapor mixto, concebido para
transportar mercancías y personas. Hasta un número de mil doscientos dicen que
era capaz de llevar; pero para mí que en este viaje se colaron más de los que
debían, como en anteriores travesías, según escuche decir al catalán y al
andaluz en otra de sus amenas, entretenidas y graciosas charlas cuando
dejábamos atrás el puerto de la isla de La Palma y poníamos rumbo a las islas
caribeñas. Conversación de la cual les cuento lo siguiente por su carácter
nuevamente informativo porque si me centro en otros aspectos de ella, si son
canarios e inmigrantes como lo fui yo, a lo mejor se agarran un rebote de mil
pares de palabras mal sonantes; pues éstos nos tildaban de: “Gente baja y
analfabeta”, como mínimo.
“—Que sí, Señor Juan, que
me he enterado que hace dos meses, en verano, el buque en el que viajamos fue
sobrecargado de pasajeros... Al que le escuché decir esto afirmó que serían
unos mil seiscientos por lo menos. Quina bogeira! Quina barbaritat! Perdón…
¡Qué locura! ¡Qué barbaridad! Si el barco solo admite mil doscientos…
—¡Arsa quillo!
—Y lo peor de todo no es
eso. El pitjor… Perdón. Lo peor de todo es que este hacinamiento, pues hasta en
cubierta estaban apretados, hizo que se desatara una epidemia de gripe que mató
a varios pasajeros que automáticamente, certificada su defunción, fueron
tirados por la borda...
—¡Ojú que malaje!
—Y escuché decir también
que el capitán y el médico, al arribar a Cádiz, fueron fulminantemente
destituidos en favor de un joven capitán Don Ramón, sí, Ramón Martín Cordero y
un nuevo médico del cual no me enteré su nombre…
—Mira “pisha” esto me
trae mal fario. Máxime cuando el barco va un poco escorado y más cargado de
inmigrantes que de gente de bien…”
Aún recuerdo la serena travesía, la mala comida para los
de mi clase, las quejas de los más necesitados, las esperanzas de los más
positivistas y hasta los niños correteando entre gente que basculaba su salud
entre bocanadas de mareos y vómitos. ¡Ay, mi Eulalia! Mi querida y amada
Eulalia. Cuanto sufrió la pobre y cuanto le ayudaron sus hijas a soportar
tamaña travesía.
Así un día y otro día hasta llegar a Santiago de Cuba donde
aproximadamente unas setecientas personas desembarcaron con diferentes
intenciones: Unos porque su billete les obligaba a ello: Serían de esta clase setenta
y cuatro no más. Otros simplemente para estirar sus agarrotadas piernas,
emborracharse o irse de putas: De los primeros fui yo. Y los más para visitar a
la afamada Virgen de la caridad del Cobre: De estas fueron mi mujer e hijos e hijas.
Yo les dije, al separarnos donde estaba la virgen, que si
nos perdíamos nos encontraríamos dentro del barco y nos separamos porque yo fui
a tratar de trabajo con un capataz que me recomendaron; pero al no encontrarse éste
en los alrededores del lugar donde tenía su casa la Virgen de la caridad del Cobre decidí
seguir su limpio rastro hasta el mismísimo puerto pensando que mi familia
cuando terminasen sus oraciones y no me encontrasen volverían al barco como así
habíamos quedado y cual no fue mi sorpresa, cuando ya había desatracado el
barco, el no encontrarlos dentro de él. Solamente encontrando consuelo en el
resto del pasaje, canarios, emigrantes y desheredados del cruel mundo, como yo,
que viajaban conmigo en aquella caldera del barco.
Aún recuerdo: Como comenzó a agitarse el mar y el viento
a soplar con ánimo de conseguir que naufragásemos…. Como nos negaron puerto en
La Habana argumentando que era mejor capear el temporal en mar abierto... Como
nos espetaron a la cara, a gritos, la orden de abandonar la cubierta y volver a
los aposentos a todos aquellos pasajeros que no habíamos atendido, a primera
instancia, la orden dada por megafonía... Como nos cerraron la puerta de
entrada a nuestros aposentos según nos dijeron: “Para evitar que las personas que sufriesen ataques de pánico no
pudieran subir a cubierta y en su estado de ánimo cayesen por la borda”...
Como pasaba el tiempo entre llantos, lamentos, silencios angustiosos y rezos
mecidos por los violentos vaivenes del barco. Hasta que de pronto se apagaron
las luces y todo quedó a oscuras.
No crean, no, que tardo mucho en que la histeria
colectiva explotara dentro de aquella caldera pensada para albergar a personas
de clase humilde y lo que parecía mal fue a peor; pues unos y otros nos dimos
de frente con la cruda realidad. Realidad que se certificó cuando el barco
embarrancó y se escoró del todo y a partir de ese momento: La locura.
Yo me acurruqué en mi cama y di gracias a la Virgen de la caridad del Cobre por hacer que mi familia no embarcase y créanme que hasta me reí, reí y reí hasta llorar de alegría.
Aún hoy subo a cubierta, margullando por el mar del
tiempo, y oteo el horizonte mascullando la agónica esperanza de que alguien nos
venga a dar una cristiana sepultura y nada… Todo lo más que he observado es cómo
se han acercado, hasta el cada vez más desaparecido navío, un grupo de hombres
vestidos con unas extrañas ropas, botellas y tubos que les permiten respirar
debajo del agua y no me acerco a ellos porque me dan miedo. Hombres a los
cuales vi llevarse aquella maldita “B” que nos condenó, junto con un ojo de
buey; para no sé qué lugar del mundo. Quizás para mi querida Gran Canaria o
quizás para alguna de sus dos islas hermanas: La Palma y Tenerife. Con la
intención de ponerlos junto al ancla que perdimos en el puerto de La Palma.
Reseña:
Este pasado 17 de octubre de 2018 se emitió en el Museo
Elder de la ciencia y la tecnología un documental que se titula: “Trasla estela del Valbanera”. Documento audiovisual que trata el tema de la
emigración canaria a Cuba en 1919. Documento explícito del cual no les
desvelaré nada en absoluto; pero al que si aliento a ir a ver. Ya que el Museo
Elder y Salsipuedes se han comprometido a emitirlo una vez al mes hasta que se
cumpla el centenario del hundimiento de este barco.
Como familiar de víctima de una tragedia de proporciones
brutales les aliento a que lo mediten y a que mediten el valor que tiene un
soplo de vida.
Felicitar a todos aquellos que se han comprometido con
este justo rescate histórico: En especial a Salsipuedes, José Gilberto Moreno
García Director del Elder y Salsipuedes, Julio González Padrón escritor, Juan
Miguel Sánchez de Armas escritor, Federico José Pérez Martín Director del
documental, Mario Luis López Isla escritor, Eduardo Vera buzo que rescató
varios objetos del hundimiento, etc.
Alejandro Dieppa León.
Por una sociedad mejor,
por un mundo más justo.
Frase y cuento de mi
serie: Meditando en un templo Shaolín.
Fotomontaje de mi álbum
personal.
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