Querido
hijo…
Si te rindes ante la
adversidad las penas terminarán matándote.
Medita.
Cuento: Jacinto Mata Penas.
Jacinto Mata Penas había nacido una tarde de luz penetrante
y calor cuasi irrespirable, asfixiante, en el Sor Mártir de la Paz, una clínica
privada para gente de clase media, tras un parto difícil que había puesto la
vida del niño y la madre en jaque; pero que había finalizado bien, tanto para
la madre como para el recién nacido, gracias a que Don Antonio Pérez Santino,
un ginecólogo comprometido con los pacientes que más engrosaban su cuenta de
resultados, se preocupó durante todo el embarazo en controlar a la ya recién
parida.
El tiempo, custodio temporal de la vida de sus pasajeros,
en los primeros años de vida acurrucó a Jacinto, entre sábanas de algodón y los
aromáticos giros familiares, entre los sutiles cuidados de una madre
inteligente, sacrificada y preocupada por la salud de su vástago y los toques
de atención de un padre que solamente se preocupaba -fruto de una educación ribeteada de matices arcaicos- por traer
dinero a su casa, ver si la nevera estaba llena y descansar lo suficiente para
volver a su trabajo al día siguiente.
Ya de joven Jacinto, que destacaba en inteligencia y
capacidad de aprendizaje, no pudo concluir el bachillerato porque la misma
inteligencia que lo potenciaba lo frustraba cuando se daba cuenta que su futuro
no solamente dependía de él sino de la relación que tuviera con los seres
humanos del entorno donde se moviera y sobre todo con los del mundo juvenil que
estaba saturado de hormonas, roles sociales donde la crueldad primaba ante la compasión
y donde las escasas amistades, de cuestionado valor, fueron escollos que le
llevaron, en el trazo de su existencia, a convertirse en un adulto esquivo que
se preocupaba por lo que tenía solución y por lo que no también; pero aún así
tuvo la suerte de conocer a una hermosa mujer que le devolvió a las estrechas y
anchas calles y avenidas de la cotidianeidad.
—Jacinto… Cuanto tiempo hombre —se abrió de brazos un
viejo conocido del instituto, que no amigo sincero, al mismo tiempo que acompañaba
el saludo de una cetrina mueca un inesperado día de otoño.
—Hola, Tomás —había titubeado si saludarlo o aparentar el
no conocerlo; pero lo correcto, la cortesía, la elegancia en el gesto le pudo.
—¿Cómo te va la vida? —tuvo la poca vergüenza de posarle
su mano derecha sobre el hombro derecho— Jacinto espabila, coño… Que soy yo tu
viejo amigo de instituto —lo zarandeó cuando posó la izquierda en el hombro
caído, agónico, que la esperaba aceptando su destino esbozando una cetrina
mueca.
—Pues bien —no pudo evitar el balbucear y su maligno
interlocutor se lo notó; pues la mala hierba se alimenta de la debilidad de las
otras plantas que crecen a su alrededor.
El forzado diálogo entre mente golpeada y bateador poco
piadoso se extendió una eternidad para el más deteriorado y un suspiro para el
que se deleitaba con su sufrimiento; pues este último volvió a tocar el viejo
palo de la burla de su apellido, cosa de la cual se culpó Jacinto de camino a
su casa, con la cabeza agachada, rumiando mil y una penas y amarguras que ya
creía enterradas, podadas de su árbol de vida.
—¿Qué te pasa amor? —se acercó a su marido rápidamente.
—No… No, nada… —la apartó sin brusquedad buscando la
oscura soledad de su dormitorio dándole la escusa a su mujer que padecía un
inesperado e inevitable dolor de cabeza.
Al día siguiente Jacinto se levantó de la cama para ir a
su trabajo, como si nada hubiera pasado, aunque en su interior aquel inesperado
encuentro con el conocido del instituto marcó un antes y un después en el
navegar de su vida convirtiendo a Jacinto en un ser quejica que en vez de afrontar
los problemas y retos de su vida prefería ampararse en la queja, la desgana y
la desidia.
Aquella actitud hizo mella en su fuente de ingresos, su
trabajo, y como era de esperar en una sociedad competitiva: Jacinto fue
fulminantemente despedido. Hecho que convirtió su vida en un calvario; pues
tuvo que aceptar todo lo que le ofrecían en las peores condiciones laborales.
Jacinto, con los años, desarrolló varias patologías
médicas que le dificultaban desarrollar las tareas que le tocaban en suerte de
una manera eficaz; pero en vez de ponerle remedio siguió sumido en su inercia
de queja y pesadumbre. Hasta que un día, en el mismo lugar donde se topara años
atrás con el nefasto Tomás, se tropezó con una pareja, también de viejos
conocidos de instituto, que no pudo esquivar.
—Jacinto me alegro de verte —sonó nítido en su angustia.
Jacinto no pudo escaparse, ya era demasiado tarde,
—Hola Elena, hola Jonás —el tono triste de su agonía
relució ante sus antiguos compañeros.
Jacinto Mata Penas no fue fiel a su nombre, fue fiel a la
agonía, a su tortura mental, a la continua catalogación de sus enfermedades
físicas para encubrir con ellas la que realmente debería haber tratado; pero
Jonás que siempre lo había apreciado le miró fijamente a la cara y le espetó,
sin miramientos, con el látigo de la sinceridad y con la intención de ayudar:
—Muchacho entiendo tus lesiones físicas —acentuó serio,
seguro— y no te voy a decir que son moco de pavo: pero —se remangó la camisa
del brazo izquierdo— ves ésta cicatriz —señaló y seguido le mostró como se le
había quedado el fémur de la pierna izquierda, subrayando que tenía en ella un
implante de metal, para después explicarle con todo lujo de detalles: Cómo se
había quedado cojo y con el hombro casi sin movimiento.
—¿Y tú crees que él dejó que la vida lo dejara impedido o
postrado en una cama para siempre? No, señor, no —interrumpió la esposa de su
interlocutor, Margarita, la también antigua compañera de estudios.
—Ya, ya, ya —no pudo evitar el encoger el ánimo y el
cuerpo.
—Espabila Jacinto y se fiel a tu apellido Mata Penas y no
te tomes a mal que te recuerde tu cruz en el “insti”. ¡Coño! Si eras el mejor
de la clase… y no… y no entiendo, puñetas, como dejaste los estudios porque un
grupo de putos cabrones se rieron de ti por tus apellidos. Eso nunca lo
entendí. Si era tan sencillo como cambiar el sentido de la energía con la que
te golpeaban. Mata Penas, Jacinto, no es un mote o una burla. Mata Penas es un
lema de vida, un camino, un fin… Joder, espabila, y deja de quejarte…
—Pero cariño no te das cuenta que le estás gritando…
—Sí, joder, porque no entiendo como una mente como la
suya dejó que la ignorancia le ganase la partida.
Aquella sacudida elevada de tono agitó el interior de
Jacinto y a partir de aquel día, como mismo le sucediera cuando se encontró con
el maléfico Tomás, Jacinto fue fiel a sus apellidos y pena que le venía en su
vida la mataba con muchas dosis de humor, amplitud de miras y reafirmación
personal.
En definitiva Jacinto Mata Penas se transformó en un ser
humano positivo y alegre cualidades que fueron un vitalista cambio en su vida
matrimonial, vecinal y laboral.
Alejandro Dieppa León.
Por una sociedad mejor,
por un mundo más justo.
Frase y cuento de mi
serie: Meditando en un templo Shaolín.
Fotomontaje de mi álbum
personal.
Derechos de propiedad intelectual literarios y de imagen reservados al y del autor: Alejandro Dieppa León.
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