“Los despertadores modernos son implacables marcando el tiempo. No se estropean y sus múltiples alarmas los convierten en robots indispensables. Aquel nostálgico campaneo con que éramos despertados hace pocos años ya no nos interrumpe el sueño. Las histéricas máquinas que vivían, hora a hora, bajo un ritmo incesante solían morir presa de su propio estremecimiento cuando se caían de la mesilla de noche al suelo agonizando rabiosamente. Su ruido nos acompañaba a diario cuando el eco de su existencia se transmitía a través de las habitaciones de la casa..."
Detuve la lectura que había iniciado pocos minutos antes al recordar que debía ajustar las cuatro alarmas de mi reloj despertador. La primera sonaría a las tres de la mañana, la segunda a las tres y media, hora límite para iniciar el tratamiento .La tercera sería testigo de mi correcto cumplimiento con lo descrito en la receta cuando, resignado, colocase la primera de las pastillas amarillas en la boca, y el cuarto aviso para que otra cápsula, azul, tomara el relevo de la primera. No podía equivocarme: los colores, amarillo y azul, deberían ser suministrados siguiendo un orden estricto durante una semana, pero sin cometer errores para garantizar mi restablecimiento.
“Hoy, en la era de la electrónica, los relojes antiguos son sustituidos por otros más sofisticados, silenciosos, mágicos, casi eternos, programados para que futuras generaciones puedan ser despertadas sin temor a que los inevitables atrasos o adelantos, viejos achaques de una técnica caduca, alteren nuestra puntualidad..."
Bajo la luz mortecina proyectada desde la mesilla de noche continué leyendo un pequeño libro sobre robótica, muy bien ilustrado, hasta quedar dormido.
Durante mi convalecencia, no dejaba de pensar en la maravillosa ayuda que legiones de pequeñas máquinas estaban aportando a la sociedad: estudiantes incapaces de resolver insignificantes sumas, dominaban su manejo convirtiéndolos en maestros del cálculo, sesudos jugadores de ajedrez dejaban sus pestañas ante un ordenador programado para dar jaque-mate al primer error de su oponente, máquinas de escribir sin teclado, que imprimían a través de impulsos sonoros, eran capaces de interpretar las palabras, incluso carcajadas o ruidos guturales. Muchas veces me pregunté hasta qué punto esos pequeños ingenios serían capaces de prestarnos una ayuda efectiva. ¿Podríamos perder nuestra creatividad al lanzarnos en brazos de esas insensibles calculadoras? Reflexiones como ésta, almacenadas en algún lugar de mi cerebro, me obsesionaban y deprimían. Mis conocimientos sobre máquinas se limitaban a los productos domésticos consumidos por una gran mayoría. Sin embargo, mis compañeros de empresa trataron de introducirme en le mundo de la informática asegurándome que, en el mercado, había una extensa gama de artefactos que parecían llegados de otro planeta.
Una mañana, desesperado por obtener algunas respuestas a mis preguntas, confeccioné una larga lista de los especialistas en electrónica más importantes de la ciudad. Poco después, me presenté en un impresionante comercio en donde fui recibido por dos amables empleados que me atendieron con gran ceremonia y eficacia Estuve durante más de media hora tratando de explicarles ─ disimulando mi absoluto desconocimiento en informática y tras haberme aprendido de memoria algunas características técnicas incomprensibles para mí ─ los problemas psicológicos por los que estaba atravesando. El vendedor más joven miró a su compañero sin saber cómo interpretar mis ambigüedades, pero ambos advirtieron que lo que padecía era un trauma debido a mi ignorancia sobre tecnología. Creo que aliviado por haberme sincerado con ellos, adquirí una preciosa máquina parlante. El vendedor me dedicó una amplia sonrisa convencido de haber curado todos mis males. La compra, en un gran paquete artísticamente embalado, llegó a mi casa sin demora. No tardé mucho en deshacerlo, aunque no sin cierto nerviosismo pensando que si la máquina estaba programada para ejecutar la mitad de las cosas enumeradas por el vendedor podría hacerme famoso en el campo de la literatura. Al retirar el envoltorio de la caja, me pareció oír un suspiro de alivio como si alguien se hubiera aflojado el cinturón después de un copioso almuerzo. Al mismo tiempo, en la pantalla de mi recién estrenado juguete aparecía un mensaje escrito: “Gracias amigo por haberme desatado, hacía un calor infernal ahí dentro ". Y continuó: " Si quieres que te hable, envíame 220 V. por cable o insértame una docena de baterías alcalinas". Casi no reaccioné. Cautamente, cogí el cable negro por un extremo y tiré suavemente hasta introducirlo en un enchufe. De este modo conseguí las funciones de escritura y voz al mismo tiempo. Pasé varias horas leyendo el manual de instrucciones mientras que, de reojo, observaba mi nuevo juguete. Leí el manual e, impaciente por poner a prueba mis nuevos conocimientos, preparé tres preguntas con la seguridad de que la máquina permanecería muda al no estar previamente programada para dar ciertas respuestas de modo satisfactorio.
— ¿Quiénes fueron nuestros primeros padres?—le pregunté. La máquina parpadeó unos segundos y contestó:
— Los vuestros Adán y Eva, pero los míos Watián y Electra.
— ¿Quién es Dios?
— Puedo asegurarte que es un ordenador superior a mí, pues ha ordenado todo el universo.
— ¿Qué número de lotería saldrá el sábado próximo?
—Odio los juegos de azar, pero puedo adelantarte que de un número de cinco cifras habrá tres iguales.
Empecé a sospechar que la máquina estaba dando respuestas sutiles y poco comprometedoras, pero me sentía como Aladino con su lámpara maravillosa: excitado, nervioso y algo desconfiado. Estuve mirando el teclado como el que mira un laberinto: funciones, botones y complicados signos aunque, afortunadamente, las letras coincidían con las dispuestas en una máquina de escribir.
Pensando si mi inversión sería rentable, quise poner a prueba mi nuevo ordenador. Recordé que debía enviar una historia para participar en un concurso local de narraciones cortas, pero aunque ya tenía pensado el argumento, no me sentía capaz de darle forma. Miré la máquina que, con brillo provocador, parecía desafiarme en todo momento. ¿Habría oído mis comentarios o también adivinaba el pensamiento? Me senté ante ella, programé ciertas directrices y le ordené:
— Quiero que redactes una historia acerca de una persona residente en un país pequeño, que lucha contra sus dirigentes por haber impuesto a varias generaciones de jóvenes servir al turismo como único medio de levantar la economía nacional.
Esperé unos minutos y, tras varias oscilaciones luminosas decoradas con pequeñas figuras geométricas, el ordenador empezó a imprimir:
"Turistania es un país situado al oeste de África, con rincones y espacios hermosos cuya población, de raza blanca, convive en armonía, rodeado de flores y plantas. El paisaje volcánico, adornado con el polvo rojizo de lava y ceniza volcánica sólo dormita y, a veces, se estremece cuando se despierta ocasionando inofensivos temblores…”
Que el ordenador estaba improvisando era una indiscutible, pues, antes de imprimir este párrafo, las líneas se fueron alternando y desvaneciéndose en la pantalla antes de formar un mensaje coherente. La máquina continuó:
" Turistania era un país hermoso ".
Ahora parecía haber rectificado expresándose con cierta nostalgia: “Pero hoy, el olor característico de sus campos ha desaparecido y sus árboles, castigados por el plomo agresivo de los humos, parecen fantasmas grises. El mar contaminado ha adquirido un aspecto purulento a lo largo de su litoral y una espuma marrón salpica cientos de edificios erguidos en la costa como inútiles guardianes de hormigón. Dirigentes y banqueros convencieron a sus habitantes de la necesidad de hacer dinero sin riesgos. La industria y la agricultura, convertidas en cenicientas del progreso, quedaron huérfanas de apoyo estatal, creándose una sola actividad profesional para no distraer ni un céntimo en operaciones ruinosas. A la juventud se le prometió el bienestar social, asegurándoles que si se ponían al servicio del resto del mundo sobrarían puestos de trabajo”.
Sugerí a la máquina que fuese literariamente más precisa, puesto que de seguir así me sería imposible ordenar tantas ideas. Un aluvión de letras fue sucediéndose como protesta a mi exigencia, pero esta vez sustituyendo la escritura por una cascada voz de anciano deprimido:
“Ahora soy viejo, estuve casado y entre mis aficiones hay una que todavía brilla más que el sol: el lenguaje matemático, mundo abstracto éste, sublime y lleno de sorpresas. Agente mágico de cohesión universal y... causa principal de mi actual situación de penuria".
Quedé impresionado por el realismo y la interpretación tan correcta del personaje. ¿Cómo es que se podía incorporar
una voz tan magnífica a un instrumento que nada tenía que ver con una radio?
La voz continuó:
"Mi auténtica especialidad, hoy casi olvidada, estaba relacionada con la antigua ingeniería, y aunque ese denigrante oficio mío fue el producto de mi testarudez, jamás cedí a las intransigencias de mi padre que ya pronosticaba cual sería el final de mis años si no le obedecía. Mis compañeros disfrutan hoy de una excelente posición social, gracias a un verdadero título y trabajan en los restaurantes que, como coliseos del buen vivir, son el orgullo de la ciudad. La vergüenza y la rabia me ahogan cuando mis propios amigos arrojan comentarios y críticas sobre mí: " ¡Pobre hombre, a lo que ha llegado por no saber preparar un Martini! ". Mis manos, acostumbradas a manejar libros, carecían de la adecuada habilidad para mantener equilibrados docenas de platos en el aire y mi voluntad se fragmentaba frecuentemente, incapaz de asimilar tanta ciencia hotelera. Pero hoy, comprendo el interés que tenía mi padre para que me labrara un porvenir estable. También recuerdo su cinto, y mi piel aún conserva heridas cicatrizadas, producto de sus tenaces argumentos; ¡era tan severo! El método que utilizó en mi educación tropezó con lo que él llamaba: " mi torpe cerebro matemático", hermético a la nueva ciencia. Tampoco Llegó a admitir, ni aún después de haber comprobado mi temprana afición por el cálculo, que mi destino jamás quedaría ligado a la carrera más brillante del momento: MAITRE DIPLOMADO ".
Apreté el botón rojo que detenía el proceso de impresión alternativo con el fin de releer lo que había escapado a mi memoria. Al principio, me sorprendió la amplitud de vocabulario en la mayoría de los párrafos, pero empecé a menospreciar dicho mérito al considerar que también las calculadoras comunes podían multiplicar cifras astronómicas sin que por ello se impresionara nadie. Lo que no me parecía muy correcto era la manera de coordinar la narración. La máquina, como si se sintiera ofendida, siguió narrando sin previo aviso:
“Fueron mis maestros, desenterrando antiguos métodos pedagógicos, los que se atrevieron a iniciar mi educación a través de un método analítico que devolvió la perdida esperanza a mi padre. Consistía, sencillamente, en sumas, restas e igualdades de varios elementos combinados. Así, me facilitaban la memorización del plato finalmente requerido:
Lenguado + aceite caliente = Sole a la meuniere.
Patata + huevo - cáscara = Tortilla a la española.
" Kortar un Kapu -chino " o preparar un " Cotél "; ( pido perdón por mis yerros literarios, pero inmerso en el fabuloso mundo de las integrales, el placer que me producen los términos científicos y la tristeza que me causa ver a tanto joven renunciar a las ciencias, me impiden deletrear correctamente). ¡Cuántas oportunidades laborales ofreció el pasado a todos aquellos jóvenes ilusionados en trabajar en ciertas actividades paralelas a su vocación, y qué diferente es ahora todo! Primero fue la guerra, después la prohibición de los libros técnicos. Se protegían todos aquellos que tuvieran alguna relación con la gastronomía aunque, a veces, y afortunadamente para mí, se podían encontrar libros de astronomía, o de medicina porque alguien debió confundirlos con manuales prácticos de cocina. Y, por último, la enseñanza obligatoria de los textos editados por el Estado. Todavía recuerdo sus nombres:
Paellántica.
Reposteórica...
Deseando obtener el C.E.S. 2º, quise responder, por primera vez, dejando aparcado mi sentido del sarcasmo, esforzándome en ser imparcial y dar una buena imagen de estudiante aplicado. Para esto, debí demostrar los conocimientos adquiridos durante el curso. Mi intervención, acalorada por momentos, luchaba contra la necesidad de mantener una imagen relajada al tener que exponer mis respuestas siguiendo los consejos académicos de mis profesores. Lo intenté, pensando en todos aquellos paisajes imaginarios que me fueron recomendados cada vez que me sintiera encolerizado o tenso, pero la terapia, que funcionaba muchas veces conmigo, dejó de trabajar aquella desgraciada tarde cuando más la necesitaba. El presidente del tribunal, al oír lo que él consideró altamente provocativo, palideció, balbuceó, dio un salto en la silla y sólo pudo levantar el brazo crispado antes de caer al suelo completamente rígido en un intento absurdo de iniciar un debate. En consecuencia, fui sancionado a reproducir dos mil flanes para postre, mientras que el vocal del tribunal examinador me hacía repetir en voz alta: " No calcularé el volumen de leche necesario utilizando principios matemáticos”. Así, una y otra vez, como castigo y condición para obtener mi graduación. A pesar de mi insistente defensa, no pude convencerle de que dos mil troncos de pirámide cónica de base y altura determinadas requerían un volumen exacto de leche y huevos. Expuse, con todo énfasis, principios matemáticos en beneficio de la empresa, la rentabilidad del cálculo en función del ahorro y añadí que una ejecución limpia en u tiempo determinado eran ventajas positivas para una óptima producción. Pero todo resultó inútil. Mi exposición de la geometría aplicada a los intereses gastronómicos sólo sirvió para irritar aún más los ánimos del tribunal, pues estaban convencidos de que el germen de la subversión didáctica había aflorado a mis labios. Según ellos, me estaba manifestando como un revolucionario. Desde entonces, aquella especie de bachillerato nocturno dejó de ser una pesadilla para mí y, finalmente, decidí vagabundear. Hoy, decepcionado de mí mismo, acudo al parque para ver a mis hijos, me siento en una silla y observo qué elegantemente se deslizan entre las mesas de acero inoxidable con sus impecables uniformes y corbatas negras de pajarita.
— ¡Padre! ¿Quiere Ud. un Drambuie, un Pale Hale o un Cocktel? — me preguntan.
— Lo que queráis, hijos. Lo que queráis”.
Miguel Lezcano.
BIOGRAFÍA BREVE:
Miguel Lezcano nace en Las Palmas de Gran Canaria. Es un miembro más de la saga de los Lezcano. Fue Profesor de Inglés en el Instituto de Formación Profesional “Mesa y López”. Retirado de la enseñanza, dedica su tiempo a ordenar sus trabajos literarios sobre prosa poética, narraciones cortas y trabajos fotográficos, que la jubilación le permite. Su gran preocupación por el medio ambiente le lleva a escribir un libro que dedica a la playa de Las Canteras. Mar y cielos en Las Canteras, es un compendio de setenta fantásticas fotografías en donde diversos paisajes se funden con la prosa poética de sus colaboradores Pedro y Francisco Lezcano. Junto a ellos tiene la iniciativa de producir un libro de narraciones cortas que llama Tres hermanos con mucho cuento; compendio de sus mejores historias.
En casi todas sus narraciones cortas y prosa poética, intenta transmitir a todos los canarios el deber de conservar nuestro paraíso insular como el mejor oasis que existe en el Atlántico. Ha publicado Cuatro hermanos en la isla del tiempo y en estos momentos tiene en preparación una obra poética que titula Entre paraísos.
Podemos decir de Miguel Lezcano, que es poeta de la imagen y la letra. Sus múltiples CD´S, animada exposición poético visual sobre la palmera canaria, los volcanes, la vela latina, la lucha canaria, la flora etc.. así lo demuestran.
En cuanto a exposiciones fotográficas ha llevado a cabo varias entre ellas, en el Círculo Mercantil, en
El CD, que titula
Tres cortos: un documental sobre la mariposa Monarca, otro de ficción poética, un alegato en contra del sobreuso de las playas canarias y por último un homenaje al Roque Nublo. La banda sonora ha sido escrita especialmente para estos cortos por Miriam Lezcano y Toni Estévez.
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